lunes, enero 30, 2006

El alma de Lahore

Lahore se guarda un secreto. Su corazón urbano palpita trepidante en el Punjab pakistaní, en la frontera con la odiada y deseada hermana India. Casi nueve millones de pakistaníes se beben sus latidos diarios. Con té y especias. Con "chaluar camise" ellos, un amplísimo pantalón anudado con un cordel en la cintura y un larga camisa hasta las rodillas. Con shari largo y pañuelo a la cabeza ellas. En las calles, muchos más ellos que ellas.

Las telas se agolpan en sus mercados imposibles. Las calles se estrechan y se retuercen plagadas de actividad. Los segundos circulan implacables en un caos de peatones, carromatos, burros, coches, bicicletas y motocarros. El tiempo parece deambular sin rumbo hasta posarse caprichosamente en cualquiera de sus esquinas plagadas de historia: la mezquita de Badshahi, una de las más grandes y hermosas del Islam, el fuerte de Lahore con su Sheesh Mahal (Palacio de los Espejos), o los jardines de Hazuri Bagh en los que, cada domingo, se reúnen poetas, rapsodas y cuentistas a tejer palabra a palabra la tradición oral punjabí.

El Samadhi (mausoleo) de Ranjit Singh, con su cúpulas doradas y sus balaustradas custodia las cenizas del Maharaja que durante años desafió a los británicos, convirtiendo al Punjab en el único estado en la zona no controlado por el "imperio de la civilización y la razón". Conocido como el León del Punjab, Ranjit Singh, seguidor de la religión Sij, creó un imperio multiétnico basado en la convivencia pacífica y la igualdad de derechos entre practicantes del hinduismo, musulmanes y sijs, religiones históricamente enfrentadas en la zona. Tras su muerte, la malgobernanza de su sucesor fue fielmente aprovechada por la corona de su graciosa majestad para traer el cristianismo y extender sus imperiales posaderas a golpe de sable y cañón.

Y sin embargo, el alma de Lahore no transita por sus calles ni se guarda en sus templos. La esencia de la ciudad vive en el ocaso del día. Al atardecer, hombres y mujeres suben a las azoteas para echar a volar sus sueños y anhelos en forma de cometa. Serpientes aladas, dragones, monstruos de cabeza amenazadora y colas multicolor pueblan los territorios del horizonte. Miles de hilos invisibles mantienen las almas unidas a la ciudad mientras el viento vespertino agita los deseos, infla las vanidades y entrelaza los futuros.


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jueves, enero 26, 2006

Al entrar en casa: códigos y presencias

Mi nombre cantado. Desde donde estés.
- Ven y abrázame, por la espalda. Te tengo ganas.
Silencio vacío.
- No se si quiero verte, pero prueba.
Melodía continua sin texto y olor a incienso.
- Quiero que no me molestes.
Golpes desordenados. Hola sordo, sin final.
- Me estoy marchando y no te veo. Eres una baldosa.
Un roce blanco de sábana viva.
- Apresúrate. Tengo frío.
Quietud y segundos breves con peso.
- Tenemos que hablar. Hay varios caminos.
Rumor húmedo y vocales inundadas.
- El agua fresca se llevó el puente que unía nuestras orillas. Te quiero.
Oscuridad y el eco de mi propia mirada.
- Tu presencia ya no ocupa. Nuestros códigos se han hecho foto.

lunes, enero 23, 2006

Ausencia

Esta mañana se me ha perdido tu ausencia.
Desde que me la regalaste, siempre la he llevado encima.
A veces en el bolsillo derecho,
entre un pañuelo de papel y un caramelo de menta.
Iba en una cajita de caoba con doble fondo:
arriba, el último beso con ganas y dos reproches tontos,
debajo, todo el espacio en el que me faltas.
Ha sido paseando por el malecón,
contando las baldosas hasta el banco roto,
escuchado la bajamar.
Un pescador viejo me ha preguntado la hora.
- Yo siempre cuento las horas desde su ausencia. - he dicho detenido
- ¿Y cuántas horas hace ya? - armando paciente su caña.
- No se....no encuentro la caja
- Entonces debe haber amanecido.
Hemos desayunado en un café del puerto viejo,
y las horas, han dejado de pasar.

miércoles, enero 18, 2006

Hábitos

Las tiritas con dibujos de caracoles.
Las tiritas de colorines que se cuelgan de techo en los días de fiesta.
Las tiritas de telaraña que se pegan en la cara.
Las tiritas de saliva cuando dices que si.
Las mujeres tirita a las que no se decir no.
Por todas las tiritas, van cinco hábitos raros.
Sin capucha, pero con el ánimo de ofender a quien necesite sentirse ofendido.

1. Gruñirle a la democracia que anula derechos. Y la gruño por no arañarla. Por si me suspende, como hace con los derechos de las personas democráticamente ilegales, o con los de aquellas otras encarceladas en democracia preventiva.

2. Perseguir la longitud y el eco de algunas frases como: "Más vale tener cuernos que colesterol. Por lo menos, con los cuernos, puedes comer de todo"

3. Sentirme como aquel día en que mi tio el gallego me chupó la oreja para despertarme.

4. Darme besos, secarme despacito todos los pliegues y dedicarme canciones sin habérmelo pedido.

5. Decir muchas mentiras y repartir las ganacias entre los pobres de espíritu para que financien su viaje al reino de los cielos.

6. Decir seis cosas cuando sólo me dejaban decir cinco. Y que la sexta sea que si te follas a otro se lo cuentes a algún amigo. A ese que piensa que lo más importante en pareja es contárselo todo. Yo también te quiero pero no me hagas socio de tus remordimientos.

¿He dicho que me gusta dedicar canciones?


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miércoles, enero 11, 2006

Josu

Tuvo que pararse a mirar. Le retuvo la envidia inconfesable, la pena del misal, el culto a lo diferente o la soledad del camino. Después se ancló en el juicio, y al cabo, respiró superior.
Josu, la versión local de su José de siempre, terminó de cantar. Mal. A ratos desafinado y con sólo cuatro cuerdas en la guitarra. Las vocales desgarradas y remendadas con grapas y litros de coñac. Las consonantes todas nasales y sordas. Eso si, digno y orgulloso como un rebelde despeinado en el paredón. Y las canciones... siempre la que más se ajusta a cada transeúnte.
Se echó la mano al bolsillo trasero. Buscó el monedero. Revolvió hasta encontrar la moneda más apropiada por debajo de lo poco. Alargó su mano y soltó su perla:
- Espero que no te lo gastes en beber.
- No claro. Vaya tranquilo. Es para una camiseta.
- ¿Una camiseta?
- Si, una que siempre he querido mandar hacer
- ¿Una especial?
- Si. Manga corta, algodón, blanca y con una inscripción.
- ¿Y que pone?
- Por delante pone: Se puede decir de todo...
- ¿Y por detrás?
- pero aburrir no.

*Eneko, esta va por ti. Todo el cariño incondicional, compañero. Gástalo como quieras*

lunes, enero 09, 2006

Acornhoek

Acornhoek huele a frontera. Es un pueblo limítrofe entre Sudáfrica y ella misma. En tiempos del Apartheid marcaba una frontera interior entre la Sudáfrica reservada a los blancos y una de las reservas infames que, con el nombre de estados bantues, crearon para los negros. Hoy esa frontera ya no está pero se ve.

Acornhoek es un lugar imposible. La mayoría de la población vive tremendamente empobrecida. La mayoría es negra. Por el centro del pueblo pasa una carretera que lleva a los parques naturales privados más exclusivos del continente. En las casas de adobe, cemento y paja viven las personas. Los contrastes adornan las calles sin nombre. Hay un supermercado en el que mujeres descalzas y con niños a la espalda hacen su compra empujando un carro. Han caminado durante horas para llegar. Volverán andando con su saco de maíz en la cabeza. Casi no hay blancos en Acornhoek. Los turistas de colorines pasan de camino. Acornhoek es invisible.

En el supermercado me encuentro con Sara, la mujer de Karl. Sara es rubia, ojos azules, muy delgada, muy joven, cara de angel. Sonrie. Ella casi no habla ingles. Tampoco Shangaan (lengua local). Habla Afrikaans (idioma relacionado con el holandés del siglo XV). Yo no hablo Afrikaans, pero Sara me conoce y soy blanco. Karl es mecánico. Me ha arreglado el coche alguna vez y me lo ha estropeado otras muchas. Sara y Karl viven cerca del pueblo, en una propiedad muy cercada. Con alambres. Se sienten inseguros viviendo entre "ellos". Karl nunca ha entendido por qué vivo en Acornhoek. Yo, algunas mañanas, tampoco. El vive porque siempre vivió ahí. No tiene otro sitio y no le gustan "ellos". Pero ahora tiene un hijo con Sara, un hijo de cuatro meses. Su hijo tampoco tiene otro lugar.

Sara espera delante mío en la cola de la caja. Lleva a su hijo Julian en brazos. En un brazo. En el otro lleva una bolsa con varios paquetes de azúcar. La gente nos ignora curiosa. Dos niños descalzos y divertidos se acercan a pedir una moneda. "Mhulungu (blanco), one coin please". Sara se apresura y coloca su bolsa en la cinta de la caja. No puede sacar su monedero y me pide que sujete a Julian. El niño duerme placidamente arropado en una fina manta blanca y apoyado, mitad en el brazo de Sara y mitad en una pistola con un cañón largísimo que llega hasta el final de sus piernas. En una mano me coloca al bebe, en la otra, la pistola. Me insiste en que mientras ella paga no quite el dedo del gatillo. La cajera observa impasible el cuadro.

-Mhulungu, ¿usted no ha comprado nada?


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martes, enero 03, 2006

Nosotros o ellos. ¡A por ellos!

Él es largo y espigado, muy moreno. Negro.
Tiene pelo. El pelo es rizado rizado, en tirillas.
Él sonrie sin tensión, muy fácil. Abierto.
Tiene ganas. Las ganas flotan solas, en sus manos.
Él vino como es, y también andando. Imparable.
Tiene ritmo. El ritmo es la pulsión de la vida, a chorro.
Él es mi amigo y de muchos. Ahí cabemos todos.
Yo le quiero. No hay papeles que lo prueben.
Él no tiene papeles.
Ellos son muchos y mezquinos, muy legales. Sórdidos.
Tienen ley. La ley es de papel, inhumana.
Ellos juzgan desde el cinto, la rabia y la placa. Mudos.
Tienen tiempo. El tiempo se compra, en los juzgados.
Yo no les he dado mi voz. Hay palabras que lo prueban.
Ellos lo quieren echar.
...........
¡¡Y una mierda!!
Ya han tenido su tiempo barato y su forma muerta.
Ahora es tiempo de la nuestra.
Por nuestra vida. No hay vida ni tiempo que perder.
¡¡A por ellos!!